No he podido apartar de mi mente lo sucedido en el campamento La Esperanza, mina San José, Chile, por el paralelismo en cómo un verdadero creyente debe ver su permanencia en esta tierra: verdadero prisionero y desterrado, que recurre a la “sonda” de luz, fe y orientación que Dios Padre nos da a través de su Palabra.
Hay, sí, algo diferente, enorme y trascendente: esos mineros tienen la ventaja de conocer este mundo real para ser confinados a uno irreal, sofocante, inhumano, desesperante y agresivo, ¿Qué pasaría si nosotros primero hubiésemos vivido en el cielo real y nos hubiesen desterrado a la tierra? Me atrevo a afirmar que todos seríamos santos.
Esos hombres tienen algo especial, cualquiera en esas condiciones se hubiera vuelto loco. La claustrofobia hubiese sobrevenido rápidamente y hasta alguno hubiese sentido la tentación del suicidio, ¡pero no!, más bien se han mantenido en una relativa normalidad, tan cerca de la normalidad, que al poco de establecer comunicaciones con la superficie, un puñado de ellos se acordaron de sus malas costumbres y empezaron a reclamar cigarrillos, les mandaron parches de nicotina para compensar la ansiedad.
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